Ciudadanía Liberal, Cívica y Republicana
Desde la perspectiva de la filosofía política, el concepto de ciudadanía remite al orden social y las relaciones entre individuos y Estado, desde la construcción de identidades y la manera en que la comunidad interactua con el Estado.
Dos corrientes principales han mantenido un debate sobre la primacía del individuo o de la comunidad al momento de pensar la ciudadanía. De un lado, el liberalismo clásico, postula los cimientos legales de las democracias contemporáneas. Por otro lado, los comunitaristas, filósofos defienden la primacía de la comunidad frente al individuo como la única vía para que el capitalismo contemporáneo pueda garantizar la convivencia, el orden y las virtudes cívicas.
Una tercera corriente postula la centralidad de formas de intermediación civil entre los individuos y el Estado, que son menos fuertes que la comunidad, pero que cumplen sus funciones. Los defensores de la sociedad civil, realizan énfasis en la participación de la ciudadanía en los asuntos públicos con el "republicanismo contemporáneo".
El contexto político de esta discusión filosófica fue la gran crisis moral abierto por los movimientos por los derechos civiles de los afroamericanos en los años sesenta y la guerra de Vietnam. Se vivía una época en la que nuevos estilos de vida emergían, grandes protestas públicas se desarrollaban y un nuevo sentimiento de vacío moral se creaba.
Era necesario repensar cómo reconstruir la comunidad en ausencia de un consenso que se creía previamente establecido y cómo dar respuesta a la emergencia de nuevos estilos de vida y de nuevos valores, y al reclamo de reconocimiento de comunidades hasta entonces oprimidas.
Este patrón de crisis moral-política propició la emergencia de dos formas distintas de entender el problema de la ciudadanía. Por un lado, la respuesta liberal clásica insistía en la centralidad del individuo, en la necesidad de protegerlo de los excesos del Estado y propiciar las condiciones para el bienestar individual, y fortalecer relaciones de asociación y vínculos con otros que construyan instituciones y prácticas beneficiosas a todos.
John Rawls, propone que, bajo condiciones de origen iguales, los individuos desarrollan en la búsqueda de su propio interés las capacidades y virtudes que mejor convienen al conjunto social. Los individuos son seres soberanos y autónomos en el terreno moral, y sus deberes consisten en respetar los derechos similares de otros ciudadanos, pagar sus impuestos y participar en la defensa del sistema político en los momentos en que esté amenazado.
Los individuos como seres soberanos y autónomos deciden si ejercen o no los derechos del estatus de ciudadano en la esfera pública, o en el terreno más restringido de la política. Así, el liberalismo produce fuertes derechos negativos, es decir, de separación del individuo frente al Estado y frente a la comunidad, y pocas obligaciones frente a ellos, apenas las necesarias para mantener vivas las libertades individuales.
Contra esta visión liberal, vino una respuesta, a la que se le llamó comunitarista, por parte de filósofos como Charles Taylor, Michel Sandel, entre otros, quienes consideraban que el problema central era el colapso de los lazos comunitarios que constituyen la red de protección y de significación de los individuos, por lo que, antes del rescate del individuo y de sus derechos habría que rescatar los bienes colectivos formados por valores y normas que ponen a la comunidad por encima de los individuos.
La idea es que la identidad individual se forja en la integración en la comunidad y no en la autonomía radical del sujeto. Los compromisos y valores de la colectividad proporcionan los elementos de juicio sobre lo bueno y lo correcto, no la autodeterminación individual. Por tanto, la primera responsabilidad y la mejor manifestación de ciudadanía son la defensa de la colectividad y la participación en sus instituciones y prácticas.
Así, la esencia de la libertad es la participación en el gobierno comunitario. Esta versión comunitarista contemporánea proveniene del campo de la sociología, que sostienen que la integración social es producida por valores y normas compartidos. Los comunitaristas conciben así a la ciudadanía como la participación en la vida comunitaria, por la defensa de sus valores y principios.
Por tanto, las obligaciones de ciudadanía son mayores a los derechos. El ciudadano debe ser activo, pues de su acción depende el bienestar de la colectividad. Esta corriente se expuso rápidamente a muchas críticas, ante todo por el hecho de que en las sociedades modernas no es posible encontrar un solo conjunto de valores y normas compartidas. La pluralidad cultural, ideológica y religiosa de nuestro tiempo impide pensar a la sociedad como un conjunto culturalmente homogéneo.
Los postulados liberales tradicionales tampoco tienen fundamento práctico, ya que la autonomía individual plena no puede existir en un mundo en el cual vivimos adscritos a categorías de clase, género, raza y religión, entre otras, lo cierto es que en sociedades modernas la defensa de valores y principios sólo puede pensarse dentro de la pluralidad y por tanto de la tolerancia de los otros.
Esta constatación ha dado pie a una tercera corriente filosófica, "el republicanismo moderno", Su principal sostén ha sido Hanna Arendt, para quien la ciudadanía es vista como, el proceso de deliberación activa sobre proyecciones identitarias competitivas cuyo valor reside en la posibilidad de establecer formas de identidad colectiva que pueden ser reconocidas, probadas y transformadas en una forma discursiva y democrática”.
El republicanismo arendtiano piensa la ciudadanía, como el ejercicio de la razón en público para fines públicos. Arendt tiene en mente el espacio público, donde los individuos debaten sobre sus distintas versiones de lo correcto y de lo justo. Pero no es necesario que exista una comunidad prepolítica cuyos valores y normas crean un consenso sustantivo sobre la base del cual los individuos actúan.
Por el contrario, es en el debate sostenido en el espacio público en donde se han de construir y consensar esos principios y normas. Esta práctica política, es la que hace humanos a los humanos, es la vita activa que es consustancial y específica a nuestra especie, y la que abre la posibilidad del ejercicio de la razón como vía de construcción de las identidades colectivas.
El problema es que se cree que sólo la democracia directa puede garantizar que cada ciudadano ejerza realmente esas capacidades de discusión y decisión. La representación política es negativa pues priva a los ciudadanos de la capacidad de decidir. El sistema político ideal no puede ser la democracia representativa, sino una especie de sistema federado de consejos donde los ciudadanos participan directamente de las discusiones y las decisiones, ejerciendo así una agencia efectiva.
De esta manera, la identidad colectiva se construirá en la práctica política, y la cultura política tendría que ser activa y participativa, no pasiva o clientelar. En esta versión, los derechos y obligaciones parecen estar más balanceados, pues los derechos individuales deben ser preservados para garantizar la autonomía de los individuos, mientras que éstos deben participar de lleno en la vida pública.
En grandes Estados-nacionales y en sociedades complejas como las actuales, resulta imposible la anulación de la representación, y la democracia directa requeriría que los ciudadanos se dedicaran solamente a la política, lo cual es inviable. Sin embargo, ahora las teorías postulan la democratización de la democracia, y modelos menos radicales de innovación democrática que se basan en la participación activa de los ciudadanos.
La idea de solidaridad e identidad generalizada con base en principios y normas puede leerse desde una perspectiva antropológica, como una exigencia de conciencia comunitaria que prevalecería por encima de todo interés individual, pero también el asociacionismo, la solidaridad, el voluntariado, puede traducirse en términos de una teoría de la sociedad civil.
Los actores de la sociedad civil tienen que actuar en el espacio público, en el que debaten sus diferentes y plurales interpretaciones de lo correcto y lo justo, y al definir esos estándares tienen la necesidad de actuar políticamente (es decir, manifestando sus ideas y presionando al Estado para que se legalicen e implementen).
La versión sociedad-civilista del republicanismo tiene la ventaja de reconocer el pluralismo de principios y normas, de reconocer la importancia del espacio público y de la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, sin exigir de éstos dedicación plena, mientras admite la representación política. A cambio de ello esta versión es mucho más suave en el campo de las obligaciones.
En resumen, la versión liberal percibe a un Estado mínimo como complemento de una maximización de la libertad de los sujetos, y la democracia es entonces solamente un mecanismo de selección de gobernantes débiles.
La vertiente comunitaria piensa que la identidad, la virtud y las decisiones se construyen desde el campo de lo social y no desde lo estatal, por lo que la democracia debería limitarse a la capacidad de los ciudadanos para elegir a sus gobernantes entendidos como mandatarios, es decir, ejecutantes de decisiones tomadas por la colectividad.
El republicanismo radical, al plantear la democracia directa virtualmente anula la democracia representativa, pero la versión de la sociedad civil abre espacio para pensar la complementación entre la democracia representativa y la democracia participativa.
El vínculo entre ciudadanía y democracia pasa por el Estado, que es una instancia necesaria de materialización tanto de la ciudadanía como de la democracia. Hoy en día hablar de ciudadanía y democracia nos obliga a hablar del conjunto de la política y la sociedad.
Bibliografía
Alberto J. Olvera, Ciudadanía y Democracia, cuadernillos de divulgación de la cultura democrática num 27, INE, México, 2016. Pág 53-63.
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